sábado, 12 de febrero de 2022

Verdolatría. La naturaleza nos enseña a ser humanos. SANTIAGO BERUETE

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Título:

Verdolatría. La naturaleza nos enseña a ser humanos

© Santiago Beruete Valencia, 2018

De esta edición:
© Turner Publicaciones SL, 2018 Diego de León, 30
28006 Madrid www.turnerlibros.com

Primera edición: octubre de 2018 Primera reimpresión: febrero de 2021

Diseño de la colección: Enric Satué

Ilustración de cubierta:
Henri Rousseau. Detalle de 
Deux lions à l’affût dans la jungleca. 1909

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con
la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 45).

ISBN: 978-84-16714-11-7 DL: M-27443-2018 Impreso en España

La editorial agradece todos los comentarios y observaciones: turner@turnerlibros.com


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ÍNDICE

Una fotosíntesis filosófica ................................................................. 11

Primera parte. Qué puedo saber

  1. La narrativa concéntrica de los árboles (El tiempo)........ 17

  2. De la filosofía oculta de las plantas (La verdad) ............... 23

  3. Pastoral para incrédulos (El paso del mito al logos) ........ 31

  4. Raíces (La identidad)............................................................... 41

  5. Memorial de Bomarzo (El ser) .............................................. 47

  6. Impresión de una naranja (La sustancia) ............................ 53

  7. Jardines de plantas venenosas (La realidad)...................... 61

  8. Botánica para alienígenas (El antropocentrismo) ............ 67

  9. Historia de una orquídea (Las apariencias) ....................... 75

Segunda parte. Cómo debo actuar

  1. Kit de jardín vertical (El espíritu crítico)............................ 85

  2. Negro sobre verde (La bondad)............................................ 93

  3. Apología de las malas hierbas (La libertad) ...................... 105

  4. Enseñanzas de hoja perenne (La virtud)............................. 111

  5. La parábola del antijardín (La paz interior)...................... 119

  6. Guía de campo del turista espiritual (La superstición) ... 127

  7. La mascota de María Antonieta (La igualdad).................. 135

  8. El jardín de los Mowglis: una historia basada

    en hechos reales (La desobediencia civil) .......................... 139

  9. Cultivar la mirada (La belleza)............................................. 145

Tercera parte. Qué me cabe esperar


19. Simbiosis antirrománticas (El amor)
................................... 153 

20. El olvidado arte de criar malvas (La muerte)................... 163 

21. Mercado de las flores (La plusvalía) ................................... 173 

22. ‘Claustrofilia’ (La memoria).................................................. 181 

23. Cómo plant(e)ar la ciudad (La utopía)............................... 195 

24. Nutrir la tierra que nos nutre (El mal)................................ 203 

25. Clorofila y tecnofobia (La alienación)................................ 211 

26. Semillero jardinosófico (La sabiduría) ............................... 221


Cuarta parte. Qué significa ser humano


  1. Un jardín propio o cómo dejar de ser una flor

    de invernadero (El feminismo)............................................. 231

  2. Gabinete de maravillas vegetales del Nuevo Mundo

    (Lacuriosidad)......................................................................... 249

  3. ‘Fotófagos’ y ‘posomnívoros’ (La necesidad) .................... 265

  4. El oficio de ‘jardinopeda’ (La educación) .......................... 279

  5. Las bellas horas de un insigne jardinópata

    (La pasión) ................................................................................ 293

  6. No entre aquí quien no ame los jardines

    (La voluntad)............................................................................ 299

  7. Erotomaquia vegetal (El sexo) ............................................. 307

  8. ‘Jardinautas’ del aire (El hábito) .......................................... 325

  9. Verdografío, luego existo (El lenguaje).............................. 333

Agradecimientos............................................................................... 339 

Créditos de las imágenes ................................................................ 341

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Para Montse, Fermín y Cristina, que con su cariño, inteligencia y ayuda contribuyeron a que este libro germinara

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UNA FOTOSÍNTESIS FILOSÓFICA

Un libro es un bosque de hojas.

La primera imagen que acude a nuestra mente a la hora de ex- presar, por una parte, la unidad de lo viviente y, por la otra, el sis- tema del conocimiento es la de un árbol. No por nada la biología y la filosofía, la ciencia de la vida y la sabiduría acerca de cómo vivir, recurren habitualmente a esta fecunda metáfora visual para ilustrar la interdependencia tanto de las especies como de los saberes. En el árbol genealógico evolutivo todos y cada uno de los seres están em- parentados y comparten un origen común, que se remonta a la noche de los tiempos, al paso de las células procariotas a eucariotas en la sopa caliente de los mares primigenios. Hace la friolera de dos mil millones de años, una cifra que escapa a nuestra comprensión. Nadie ignora que el animal humano apenas constituye una pequeña rama de esa frondosa copa. Análogamente, una forma de visualizar la épica conquista del conocimiento es de nuevo la figura de un árbol. Las raí- ces que se hunden en el suelo representarían el pensamiento mítico; y el tronco, el logos filosófico que, pasado el tiempo, se ramificó dando origen a las distintas ciencias o ramas del saber.

El símbolo sagrado del árbol nos recuerda, en definitiva, que la na- turaleza es un todo, del que forma parte el ser humano. En la búsque- da sin término de “esa ardua ciencia del saber vivir bien”, como defi- nió Montaigne a la filosofía, tenemos aún muchas cosas que aprender de nuestros remotos antepasados filogenéticos, las plantas, y no es la menor de ellas el apoyo mutuo. La historia de la civilización puede verse desde una perspectiva naturocéntrica como una parábola acerca de quién cultiva a quién, que comienza con la revolución agraria y termina con la verdolatría contemporánea.

proverbio zen

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verdolatría

Vivimos una época en que resulta imposible no darle importancia a la crisis medioambiental. La naturaleza se sitúa en el centro de casi todas nuestras preocupaciones, y el único desarrollo verdaderamente sostenible pasa por la innovación permanente. Si queremos idear so- luciones imaginativas e ir más allá de los límites que cercan nuestra creatividad, debemos salir de nuestro ensimismamiento, trascender el individualismo y superar los prejuicios zoocéntricos. Quizá algún día lleguemos a considerar este cambio de perspectiva como uno de los logros más trascendentales de la historia.

Todas las criaturas del planeta estamos emparentadas, tenemos un origen común, compartimos el mismo código genético. Mucho antes de que los animales se arrastraran, pisaran o volaran, las plantas ya proliferaban por doquier sobre la faz de la tierra. Las primeras formas de vida fueron las algas procariotas de un color verde azulado que poblaban los mares primitivos. Durante más tiempo del que podemos imaginar no tuvieron compañía, mientras preparaban la atmósfera gracias a la callada labor de la fotosíntesis para que surgieran nuevas criaturas.

Piense el lector que la mosca impertinente que sobrevuela su cabe- za, las plantas de interior de su salón y su vecino tienen más en co- mún de lo que podría parecer: el ADN. Hay algo extraordinario en el hecho de que las instrucciones genéticas que regulan el desarrollo y el funcionamiento de todos los organismos vivos estén escritas con el mismo alfabeto genético, con la grafía sinuosa de las cinco principales bases nitrogenadas: adenina, citosina, guanina, timina y uracilo. Es difícil imaginar un mensaje con más calado espiritual y mayor fuerza de concienciación que este. Tal vez sea lo más parecido a una fe uni- versal y un mandato sagrado. Puede que, siguiendo las enseñanzas de esa filosofía perenne, la tribu humana consiga traicionar su destructi- va trayectoria, apostar por la supervivencia del planeta y fabricar su propia medicina del alma.

El hecho insólito de que todos los seres estén hermanados, de que la biodiversidad sea más grande de lo que jamás nos hubiéramos atrevido a soñar y de que en la naturaleza no haya nada superfluo, ni existan los vacíos, nos devuelve también al origen de la filosofía. Si

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hemos de creer a Aristóteles, “los hombres comienzan y comenzaron a razonar movidos por el estupor”. Esa es la emoción filosófica por excelencia, a la que intentan ser fieles estas páginas. Mi propósito al escribirlas no ha sido cosechar certezas sino sembrar dudas. Hablan- do del amor a la sabiduría, las preguntas siempre son más importan- tes que las respuestas. Además, por más que los argumentos varíen, los temas siempre se repiten. En el fértil humus de las contradicciones humanas enraíza este libro, del que nos gustaría se pudiera decir lo que Lucrecio escribió hace poco más de dos mil años: “Al pie de ese árbol se disfruta de los placeres que cuestan poco” y valen mucho.

una fotosíntesis filosófica

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PRIMERA PARTE QUÉ PUEDO SABER

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LA NARRATIVA CONCÉNTRICA DE LOS ÁRBOLES (EL TIEMPO)

Nosotros hablamos un lenguaje de ani- males que no resulta apropiado para re- latar una verdad vegetal.

francis hallé

En el origen del acto de escribir está el gusto de mirar y aprender y la convic- ción de que las cosas y los seres merecen existir: un sentimiento de respeto y a la vez de gratitud, una curiosidad que es sobre todo una celebración de la plurali- dad de las vidas y del valor irreductible de cada una de ellas.

antonio muñoz molina

Los árboles dejan constancia de su paso por la Tierra dibujan- do círculos concéntricos, escriben corteza adentro sus secretos con el pulso firme, los trazos sinuosos y la caligrafía ligada y paciente de la savia seca; llevan la contabilidad precisa de sus años grabada en la piel. Mucho antes de que los seres humanos inventaran el alfabeto, los árboles ya practicaban su propia escritura. La trama de ese relato, pródigo en detalles, puede leerse en los surcos de su tronco mucho tiempo después de que el recuerdo de los acontecimientos que los inspiraron se haya disipado. Algunos de los ejemplares más longevos del planeta ya existían hace cinco mil años, cuando los primeros es- cribas sumerios y egipcios garabateaban con sus punzones signos e ideogramas en tablillas.

La corteza de un árbol no para de engrosar, dando lugar cada año a un anillo de crecimiento. Su número nos informa de su edad, y la amplitud y las tonalidades de las bandas nos aportan valiosa informa- ción acerca de las condiciones climatológicas, las catástrofes naturales

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verdolatría

y los fenómenos geológicos de ese período. Si no escasearon las llu- vias ni las horas de sol, las anillas concéntricas serán anchas. Si, por el contrario, se han producido sequías y heladas, se verán más estre- chas. La franja clara de cada banda se desarrolla durante los meses de primavera y verano, cuando las circunstancias atmosféricas propician el crecimiento, mientras que la franja oscura se forma a lo largo del otoño y el invierno. Dado que estas son documentos tan fiables como las piezas del registro fósil, parece lógico que se hayan convertido en el objeto de estudio de un nuevo campo científico. La rama de la botánica que investiga los anillos de crecimiento de un tronco leñoso para determinar la edad del árbol y las condiciones ambientales de su hábitat se conoce como dendrocronología. Este término deriva de las voces griegas dendron, “árbol”; cronos, “tiempo”; y logia, “ciencia” o “estudio”. Fue en 1937 cuando A. E. Douglas fundó el primer Labora- torio de Investigación de Anillos de los Árboles en la Universidad de Arizona, lo que marcó el inicio de esta disciplina académica llamada a alcanzar grandes logros científicos. Finalmente había quien podía descifrar la escritura de los árboles, hasta entonces silenciosos y miste- riosos como libros cerrados. Era como si una biblioteca de incunables abriera sus puertas por primera vez. Grabada en su madera estaban las claves para descifrar y comprender muchos acontecimientos signi- ficativos del pasado, como lo sucedido en 1816, cuando pareció que el invierno no acabaría nunca, por lo que ese año ha pasado a la historia como “el año sin verano”.

La explicación a aquella ola de frío glacial que arruinó cosechas y provocó hambrunas por doquier hay que buscarla en la violenta erup- ción del Tambora, un volcán situado en la remota isla de Sumbawa en el archipiélago indonesio, a la que habían precedido otras no menos destructivas en un corto lapso. Entre el 5 y el 10 de abril liberó tantas toneladas de gases, polvo y cenizas a la atmósfera que durante meses una neblina rojiza cubrió el cielo en todas las latitudes, dando lugar a amaneceres y ocasos de una rara belleza. Los rayos del sol se refleja- ban en las partículas de dióxido de azufre en suspensión y no lograban caldear con suficiente intensidad la superficie de la Tierra para que germinasen las semillas y madurasen los cereales y las frutas. La severa

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caída de las temperaturas quedó registrada en los anillos de crecimien- to de los robles europeos, más estrechos y pequeños que de ordinario. Los que de esto saben afirman que fue el segundo invierno más crudo desde 1400, y aportan como prueba que los círculos concéntricos gra- bados en los troncos se hallan significativamente más próximos y, por lo tanto, su madera resulta más compacta.

Tal vez este hecho permita descifrar uno de los secretos mejor guar- dados de la historia de la música: el timbre sin igual y aún hoy irre- petible de los Stradivarius. Se ha especulado mucho acerca de las misteriosas técnicas que utilizó el maestro lutier de Cremona para fa- bricar sus legendarios violines de valor incalculable, únicos en su gé- nero. Tras someter algunos de ellos a pruebas de rayos X, exámenes bioquímicos y espectográficos y otros sofisticados métodos de análisis digital, los expertos han descartado que la razón de sus irrepetibles cualidades tonales sean el barniz con que fue tratada la madera o la calidad de la cola con la que se ensamblaron las piezas del instru- mento, y han concluido que el secreto de su extraordinaria sonoridad reside en la densidad de la madera, proveniente de arces y abetos que habían vivido inviernos extremadamente gélidos. Por la época que nació Antonio Stradivarius (1644-1737) y durante los siguientes setenta años se sucedieron inviernos tremendamente fríos en Europa. Ese período, enmarcado dentro de la Pequeña Edad de Hielo, recibe el nombre de Mínimo Maunder (1645-1715), en honor al astrónomo que aventuró la controvertida hipótesis de que la escasa presencia de manchas solares era la causante de las bajas temperaturas durante aquellos años, pero los árboles fueron testigos fiables de lo sucedido y nos han dejado pruebas escritas en su madera. Claro está que, si lo pensamos científicamente, esta constituye lisa y llanamente los ex- crementos de los árboles. Vista de ese modo, la poética narrativa de sus anillos queda reducida a las prosaicas fases de crecimiento de su biomasa vegetal.

Todos los seres vivos generan desechos, que deben eliminar eficien- temente si no quieren comprometer su supervivencia. Poco importa si se trata de animales, plantas o seres humanos, de individuos o comu- nidades de individuos, desprenderse de los detritus es la mitad de la

la narrativa concéntrica de los árboles

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salud de un organismo. De lo contrario, sus propias toxinas lo envene- narían. Como escribió el poeta William Blake: “Quien desea y no ac- túa, cría pestilencia”. Pero no es fácil determinar qué residuos generan los vegetales. Su manera de evacuar los excrementos consiste, según arguyen algunos expertos como Vincent Savolainen, en transformarlos en incrementos. Para ser más precisos, se deshacen de los compuestos fenólicos nocivos almacenándolos en las células vasculares en forma de lignina, lo que mejora su resistencia mecánica y contribuye a su cre- cimiento. Los árboles, como el resto de las plantas, no dejan de engro- sar su tronco. Esa es su razón de ser. En circunstancias desfavorables o excepcionales pueden, eso sí, interrumpir temporalmente su desarrollo para retomarlo más tarde. Tanto es así que, si se les impide medrar por la fuerza, inexorablemente mueren. La metamorfosis sin fin de las pro- teicas plantas no tiene comparación posible más que con la plasticidad de la psique humana en permanente proceso de construcción.

Conviene recordar que los organismos vivos más grandes, longevos y con más biomasa del planeta son, con independencia de la variedad a la que pertenezcan, árboles. Las secuoyas gigantes, de la familia de las cupresáceas, son los más altos del mundo. Cuarenta de ellos se elevan majestuosamente por encima de los cien metros de altura y si- guen creciendo mientras escribo estas líneas. Otro miembro de esa es- pecie, conocido popularmente como General Sherman, pasa por ser el más pesado y voluminoso, el que acumula más metros cúbicos de madera a juzgar por el grosor de su tronco y su colosal copa. Y entre los más viejos se encuentra un pino, bautizado como Matusalén, de las Montañas Blancas de California, al que se le atribuyen 4.841 años de antigüedad; un ciprés, más conocido como Zoroastrian Sarv, de la provincia de Yartz en Irán con una edad estimada de al menos 4.000 años; el tejo que crece en un pequeño cementerio parroquial junto a la iglesia de St. Digan en Llangernyw, Gales, que supera de largo los 3.000 años; el Castaño de los Cien Caballos localizado en las laderas del monte Etna en Sicilia, el más anciano de su especie, con una edad comprendida entre los 2.000 y los 4.000 años; o el olivo de Vouves en la isla de Creta asimismo de más de 3.000 años de vida, entre otros muchos árboles milenarios repartidos por los cinco continentes.

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